LA SANGRE DE LA PIEDRA
JOSÉ HERNANDEZ DELGADILLO MURALISTA MEXICANO
Por Benito Balam
El arte del Maestro Delgadillo es una
continuación del muralismo mexicano iniciado por
Orozco, Rivera y Siqueiros en la primera mitad
del siglo XX, pero al mismo tiempo es un estadio
superior en el alcance del arte plástico mexicano
y en su cosmovisión estética.
A diferencia de
Tamayo, quien es un exponente importantísimo de
los colores y la textura con la que se viste el
panorama cósmico de México. Delgadillo con la
misma base incorpora esa visión al drama social y
humano de nuestro pueblo, riega de color con esa
visión opaca y transparente que es tan mexicana,
la sangre del sacrificio y la lucha de la
esperanza que sacude cada rincón de sus poemas
plásticos, donde sus figuras humanas se confunden
con los granos de arena de la tierra o del barro;
con los poros, las cuarteaduras y las sombras de
la piedra. Los orificios de los ojos con que
imagina la mirada de sus figuras son diminutos
espacios que nos transportan al infinito,
pequeñas moradas donde el universo mira a través
de la piedra y desentraña la fuerza con que la
naturaleza se mueve y se transforma en vida,
porque también esos ojitos se abren como lámparas
nocturnas para irrigar de luz el flujo de la
savia vegetal y de la sangre animal, el de toda
la energía con que la creación transformó la
inercia del planeta muerto y lo llevó a la vida.
Delgadillo arriba a un estadio superior del arte
plástico de América porque convierte la piedra en
una imagen plástica, labra la piedra en la
pintura, elabora un nuevo glifo delineado por la
fuerza del pincel y no del cincel. Es capaz de
llevar la pesadez y monumentalidad del escenario
de los templos prehispánicos a la profundidad de
la tela o del muro, es capaz de imprimir en su
pintura la corporeidad de la escultura y la
proyección arquitectópnica sin tener que recurrir
a la adaptación de volúmenes o incrustación de
objetos, como lo hacía Siqueiros, y sin tener que
utilizar espacios demasiado grandes para lograr
sus increíbles síntesis, porque en un solo cuadro
de caballete existe esa proyección, donde el
dominio de la forma monumental se ha hecho un
estilo en su expresión y no solo un detalle de su
descripción como en Rivera, el cual imprimió
maravillosamente en sus telas y muros la
recreación del códice y del glifo prehispánico,
pero no la corporeidad de su monumentalidad.
Lo extraordinario de Delgadillo es que maneja
excepcionalmente la perspectiva solo en casos muy
raros, su dimensión parecería superficialmente
plana para alguien que no conoce el arte
indígena, pero esta disposiciópn de su forma, tan
auténticamente indoamericana, no es una
limitación, aunque para la estética occidental
sea necesario utilizar 3 dimensiones para
alcanzar el arte completo. No hay tal
limitación para la estética autóctona, porque su
síntesis monumental trae consigo una
multidimensionalidad en el aparente primer plano
que él maneja, allí residen distintas
profundidades y una diversidad de planos en una
sola figura, la fuerte tonalidad con que utiliza
los colores primarios provoca un movimiento
inusitado en esa especie de vida que crea en la
piedra pintada, es como si la sangre brotara de
la piedra y le diera un nuevo signo vital. El
juego de luz y sombras no solo crea contrastes,
sino transparencias de color y movimiento, una
agitación de la pintura que sólo es posible
compararla con la raíz más antigua de nuestras
civilizaciones, pero que al mismo tiempo avanza
en su expresión estética a una síntesis donde se
reúnen la escultura, la arquitectura y hasta la
danza (muchas veces mortuoria, pero también
festiva).
Con Orozco, el arte de Delgadillo tiene una
vertiente común, la más cercana e íntima en los
cauces de dramatismo con que ambas conducen el
camino de su arte; la lucha revolucionaria de un
pueblo frente a la opresión y la lucha del hombre
frente a su deshumanización. A su modo Rivera y
Siqueiros compartían el mismo ideal, pero a
diferencia de ellos Orozco casi no tuvo
discípulos, aparentemente no creó escuela, como
se multiplicaron los seguidores de Rivera y
Siqueiros, en gran medida imitadores y formadores
de cliches del muralismo mexicano. A Orozco ha
sido difícil imitar porque su profundidad
estética es mayor que los anteriores, y el peso
de sus significados aún no ha sido desentrañado,
ni ha sido asimilado el contenido originalísimo
de su arte. Delgadillo se acerca a él por el
camino justo, que es el de su propia versión
estética, por su propio camino converge a ciertos
significados donde la pintura de Orozco es
también la suya, donde las mismas emociones son
compartidas en el trabajo de su quehacer
plástico. Hay una influencia muy poderosa de
Orozco en el arte de Delgadillo, pero la
principal no es el modelo estereotipado, sino la
invitación a la recreación de los símbolos
orozquianos en la imaginación propia y original
de Delgadillo. Si agregamos esta virtud a la
monumentalidad estilística que lo caracteriza,
tendremos una comprensión mayor del carácter
heróico de su composición plástica y de su
ubicación histórica en el desarrollo de las artes
en México y América.
Sostenemos que se
encuentra en un estadio superior del arte mural,
no porque los grandes muralistas hayan dejado de
serlo, sino porque su continuidad en esta segunda
parte del siglo XX corresponde a pintores de la
talla de Delgadillo, que han sabido contribuir
con igual fuerza y originalidad a una nueva etapa
de la expresión plástica de esta América nuestra,
donde la perseverancia en la tradición monumental
del arte antiguo converge con los anhelos de
liberación por los que luchan nuestros pueblos,
porque el arte mural cuando es un arte
revolucionario, continuará siendo una poderosa
arma cultural para construir una nueva
civilización sin explotación, sin opresión racial
y más humana.
Los Angeles/San Fernando, California, abril de 1989.
(En gira del Maíz Rebelde junto a Hernández
Delgadillo).
|